Llamar a tu puerta...
Le he dado por impulso. El impulso que
moriría paralizado si la casualidad hiciera que tú y yo nos encontráramos por
alguna bonita calle de Granada. Aunque pensándolo bien, ¿qué más da la calle?
Lo primero que he pensado es cómo sería
tu mente. Y no te engaño, pues de casas de fachadas bonitas están llenas las
ciudades más hermosas. Pero hasta que no abres sus puertas y entras en ellas no
percibes realmente el aroma del auténtico hogar. Y ahí, en ese momento, cuando
descubres su magia interior, sus rincones y escondites, es cuando te enamoras
de ese lugar. Y quieres permanecer en él, quieres disfrutarlo, quieres saberte en casa, quieres cuidarlo, mimarlo, sentirte parte de él. El hogar…
Ese lugar que te conoce, que te ve
llorar, reír, cantar, gemir, sentir, vivir. Ese lugar que te arropa en tus
inviernos y abre esa bella ventana con la llegada de la primavera, la que
siempre llega.
Esa ventana que me paralizó, que hizo que
me quedara ahí, quieto, inerte e inmóvil, y que segundos después desencadenó
ese impulso, el impulso que hizo que llamara a tu puerta.
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